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Los satélites que nos rodean envían imágenes de las radiaciones visibles y no visibles que emanan de la Tierra.

Gracias a estas miradas, podemos saber si una región puede dedicarse al cultivo del trigo; si el amontonamiento de unas nubes terminará provocando un huracán sobre las Antillas; si el continente africano se ha separado otros tres centímetros de América del Sur...

Gracias a estas miradas, he hecho un descubrimiento que en esta ocasión no tiene que ver con la geografía del planeta sino con los que lo habitamos.

Hace tiempo empecé a coleccionar unas fotografías de satélites muy singulares.

Además de los variados colores que cada una de ellas presenta en función de la longitud de onda detectada, además de los perfiles geológicos, la densidad de los bosques, la radiación del calor de la llanura o del frescor de las selvas, se observa en ellas unas manchas minúsculas, como puntos blancos. Estos puntos suelen dispersarse sobre los terrenos continentales, pero también aparecen algunos sobre el mar. Su distribución es completamente azarosa, y su cronología tampoco obedece a ninguna ley.

Pregunté a expertos sobre el tema y siempre obtuve la misma explicación que relaciona las impurezas con el ruido electrónico que se da inevitablemente en las transmisiones.

Pero nunca me convencieron estas explicaciones, y el fenómeno paseó por mi mente acosándome, exigiendo de mí una dedicación cada vez mayor.

Había en aquel enigma algo que me atraía con fuerza.









Relatos del asombro