Niña







El Juicio Final

Hieronymus Bosco (1704)
 
Como en todos los atardeceres de su soledad, Carla se descalza, dispone los zapatos junto al breve muro que anuncia la arena, y emprende un lento caminar sobre la playa. 

Por fin, Carla alcanza el ir y venir de un mar frío. En el contacto encuentra de nuevo algo personal y propio, una tensión que le depara algo esperanzador. Durante unos minutos Carla da cuenta de esa sensación y permanece quieta, saboreándola. 

Ante sus ojos se abre la ceremonia crepuscular. Carla los dirige hacia el horizonte y recoge con su mirar cada fragmento del panorama. El cielo, levemente oscurecido, se confunde ahora con el mar allá donde su perfil es ya borroso. Carla percibe entonces un sentido de inmensidad, de belleza escondida. 

Como en otras tardes, sobre la visión de Carla aparece el recuerdo de Héctor. En un momento llega incluso a dominar completamente el paisaje marino. Carla siente una felicidad punzante y deja que su cuerpo, como empequeñecido, se cobije en el aquel manto de memoria. 

Pero poco después desea, casi suplica, su rasgadura, entonces siente frío. Los brazos rodean su propio cuerpo poco a poco, y Carla queda así largo tiempo, abrazada a sí misma, hasta que el recuerdo de Héctor se desvanece como el sol poniente. Se siente desolada, tal como se siente la naturaleza en el instante del ocaso. 

Sin prisa, Carla desanda el camino. Tras calzarse, emprende otro deambular que le lleva hacia una casa blanca que se ve tan graciosamente cuidada como el paraje natural que la rodea. 

La puerta principal de la casa se abre sobre una habitación cargada de objetos que hablan con claridad de una relación muy personal de la estancia con su habitante. Después de entrar, Carla deja caer su cuerpo sobre un sillón. 

Como es habitual en su retiro, la atmósfera entrañable del lugar es su único acompañante. Sus hermosos ojos pronto permanecen entornados, sin mirar. Carla se cae por el abismo de los recuerdos de Héctor; revive sin vivir escenarios de madera, de música, de ternuras y besos ya desintegrados. 

-¡Carla! -resuena sobre la fachada de la casa. Proviene de un hombre ya mayor que, desde el exterior, mira a través de una ventana. Carla se sobresalta pero en pocos segundos reacciona sobre su abatimiento. Entonces su rostro apunta una sonrisa agradecida. 

- ¡Norman! ¡Qué alegría verle! 

-Carla, hemos pensado... mejor dicho, niña Carla... -hace una pausa para advertir el gesto complacido de ella, y continua: -Niña Carla, Juana y yo queremos invitarla a cenar, vendrá usted? 

- Con mucho gusto, Norman, iré- responde Carla.










Relatos del asombro