Pese a lo mucho que avanzaban las teorías de calcular, las máquinas para ayudar a calcular apenas progresaron durante los dos siglos que siguieron a Descartes. Con el tiempo se conseguiría mejorar el manejo manual de esas máquinas y garantizar algo más la calidad de los cálculos, pero los principios en las que se basaban continuaban siendo los de las máquinas de Pascal y de Leibniz.

Esta situación relativamente estancada de las calculadoras contrastaba con el progreso de otras aplicaciones de la relojería, como los autómatas, o sea muñecos gobernados por mecanismos de relojería (ejes, engranajes, ruedas...) capaces de reproducir, sin ayuda alguna de mano humana, una secuencia de movimientos y gestos.

Algunos de los autómatas de entonces se hicieron muy famosos, se exhibían en ciudades y pueblos, y la gente pagaba para verlos en funcionamiento. El autómata de Vaucanson, por ejemplo, era un pato mecánico que graznaba, se bañaba, bebía agua, comía grano, digería el alimento y luego lo excretaba. En Neuchatel había un autómata con cuerpo de muchacho que mojaba la pluma en un tintero y escribía una carta completa.
El hombre que calcula
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