Por poco complicada que sea una secuencia de cálculos, siempre se dan unos resultados numéricos intermedios que a su vez constituyen los números de entrada para otras operaciones. Una de las limitaciones de las máquinas de calcular era que no tenían apenas memorias en la que guardar números y, por consiguiente, la mayoría de resultados intermedios debían ser reintroducidos manualmente.

Por otra parte, las calculadoras de entonces obedecían las instrucciones de cálculo que eran introducidas manualmente por el operador, una detrás de otra y tantas veces como fuera necesario.

El autómata representó una innovación por su capacidad de memorizar una secuencia de órdenes, las cuales, sin intervención manual, van impulsando los mecanismos que mueven las articulaciones y los miembros del muñeco. Pero el pato de Vaucanson graznaba siempre igual, y el escriba de Neuchatel escribía siempre la misma carta. Las órdenes se encontraban fijas en la memoria, no era posible cambiar ninguna de ellas sin tener que despiezar el autómata completamente. Para los propósitos del cálculo automático, para una necesidad de cálculos variados, esa característica de los autómatas servía bien poco.
El hombre que calcula
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