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A finales del siglo XV, el paisaje de Europa y del mundo había cambiado completamente. Empezó a hablarse de la Tierra dando vueltas alrededor del Sol, desafiando así la idea recíproca, la única hasta entonces aceptada sin ninguna prueba verdadera.
Gracias a la imprenta, una de las invenciones de ese tiempo, las ideas y su estímulo llegaron a muchas más gentes. Gracias a los progresos de la navegación pudo cruzarse el mayor de los mares y encontrar en la orilla opuesta a otros pueblos. Pero atravesar un océano no era lo mismo que cruzar un mar; para navegarlo con alguna seguridad hacía falta disponer del máximo de datos sobre sus azarosas rutas. Ello creó la necesidad de realizar muchos, largos y variados cálculos, lo que, con los métodos manuales de entonces, resultaba una tarea complicada y expuesta a errores. Había otras actividades como el comercio, artes como la pintura y la arquitectura, y ciencias como la astronomía y la física que creaban también necesidades crecientes de cálculo.
En el siglo XVII el matemático escocés Neper publicó la primera tabla de logaritmos, unos números que permiten operar multiplicaciones y divisiones como si fueran sumas y restas. Esta ventaja tuvo su repercusión práctica en la regla de cálculo, un instrumento inventado entonces que vino por fin a superar al ancestral ábaco. |