Hubo entonces sabios, como Leonardo da Vinci, que concibieron máquinas para acarrear el agua, para levantar pesos, para emprender el vuelo... y para sumar y restar.

Pero las operaciones numéricas, trasladadas a la maquinaria mecánica, no resultan nada fáciles. Los números han de registrarse mediante ruedas dentadas, y las operaciones aritméticas se simulan mediante revoluciones de estas ruedas, con sus ejes y engranajes. Para conseguir que un aparato así se sostenga y dé buenos resultados en los cálculos, las piezas metálicas que lo componen han de ser muy resistentes y precisas.

Mientras Leonardo sólo era capaz de enseñar su máquina calculadora dibujada sobre el plano, la medida del tiempo, otra de las necesidades de los hombres, había dado lugar por su parte a máquinas que podían ser vistas en lo alto de campanarios, en la fachada de casas y hasta sobre los muebles de algunos señores ricos.

Si era posible construir relojes, si era posible construir máquinas precisas para calcular el tiempo, algunos pensaron que también lo sería construir máquinas precisas para calcular los números.
El hombre que calcula
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